viernes, 20 de noviembre de 2009

Vinieron del norte, atrás de los cerros

¡qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!
Jaime Sabines

I

Hoy llegaron los soldados.
Vinieron del norte, atrás de los cerros.
Todos corrían. Corrían muy juntos, como si tuvieran miedo de quedarse solos.
Algunos cantaban.
El que iba delante, al que le decían capitán, no cantaba, pero de rato en rato volteaba a ver a los soldados, como si fueran una canción, una canción muy triste.
Llegaron al pueblo en la tarde.
Mi mamá, que estaba dándole de comer a las gallinas, los vio pasar. Sintió miedo.
El miedo es esa cosa que te hace temblar, como el frío.
Las gallinas no sintieron miedo cuando vieron a los soldados, ni siquiera frío, solo querían seguir comiendo.
Cuando llegaron al pueblo los soldados se metieron a la comisaría.
Luego de un rato salieron y la pintaron.
Taparon el «viva la lucha armada» que habían pintado unos hombres hace una semana.
Esos hombres eran malos, mataron a los tres policías que había en la comisaría.
También mataron a mi papá, pero eso fue después.
Los hombres malos se llamaban camaradas. Así se decían entre ellos.
Los camaradas eran parecidos a los soldados. Tenían las mismas armas, la misma voz, pero los soldados vestían de verde y los camaradas de negro.
Después de pintar la comisaría el capitán reunió a todo el pueblo en la plaza. Habló.
Dijo que era nuestro amigo y había venido a protegernos, así que teníamos que ayudarlo, decirles si habíamos visto algún senderista y quienes del pueblo los ayudaban.
Todo el pueblo movió la cabeza de arriba abajo.
Algunos hablaron, otros solo miraron el piso.
Ese día me enteré que los camaradas en verdad se llamaban senderistas.

II

Mi papá murió una semana antes por decir no. Él era profesor de la escuela del pueblo.
Nos enseñaba que dos más dos era cuatro y no cinco, que el perro se llamaba perro y no gato, que la vaca daba leche y que de la leche se hacía el queso.
Muchas cosas enseñaba papá.
Yo también era su alumno, pero ese día me enferme y no fui a la escuela.
Los senderistas llegaron por la mañana, sacaron a los policías de la comisaría, los llevaron a la plaza y les colgaron un cartel que decía «enemigo del pueblo», luego les dispararon.
También sacaron a toda la gente de sus casas para que vieran como terminaban los enemigos del pueblo.
A los niños de la escuela los sacaron después.
Papá iba delante de sus alumnos y les decía «no lloren, no lloren», pero los niños seguían llorando.
Entonces vieron lo que quedaba de los enemigos del pueblo y se callaron.
Luego se arrodillaron en la plaza junto al resto de gente.
Uno de los senderistas empezó a hablar, cosas de la lucha popular, de enfrentarse al capitalismo, de no dejarse oprimir, de un presidente que se llamaba Gonzalo.
La gente del pueblo no entendió nada, solo entendieron lo de ese tal Gonzalo.
El hombre que había estado hablando se acercó a papá y le dio una hoja con algo escrito.
Lee, dijo, léeselo a tus alumnos.
Papá miro el papel y dijo, no.
El hombre le metió un balazo ahí mismo, frente a sus alumnos, luego, leyó el papel.
Cuando papá dijo no, todo el pueblo miro a un costado.
Solo mamá lo vio y empezó a llorar bajito, para no molestar a la gente.
Cuando los senderistas se fueron mi mamá se acercó al cuerpo de papá, lo abrazó y se puso a gritar.
Gritó tan fuerte que hasta los cerros la oyeron, el cielo también porque empezó a llover.
Varios hombres levantaron el cuerpo de papá y lo trajeron a la casa.
Mamá iba detrás, ya no gritaba, ahora solo lloraba.
Todo esto pasó hace una semana y yo no lo vi.
No porque estaba enfermo.
Mi mamá vio a los senderistas cuando sacaban a los policías, me levantó de la cama y me dijo corre. Corrí hasta los cerros y estuve ahí una hora.
Cuando empezó a llover fui a la casa.
Había harta gente que se hizo a un lado cuando me vio llegar. Empecé a temblar, pero no porque estuviera enfermo, sino por el miedo.
Cuando vi el cuerpo de papá empecé a llorar y corrí de nuevo a los cerros.
Y mientras corría mis lágrimas se confundían con la lluvia.

III

Dos semanas después de que llegaran los soldados empezaron a desaparecer los vecinos.
Primero fue Don Pedro, quién tocaba el arpa en la feria; le dijo a su mujer que se iba a la chacra y que venía lueguito. Don Pedro no regresó.
Su mujer, preocupada, fue a buscarlo a la chacra, lo único que encontró fue un burro que se estaba comiendo los camotes que sembraba su marido.
Luego fueron los hombres que habían cargado el cuerpo de papá hasta mi casa.
Desaparecieron los cinco, de golpe, como si se hubieran puesto de acuerdo para irse.
El alcalde se lo dijo al capitán.
El capitán dijo que tal vez eran senderistas, que habían tenido miedo de ellos y se habían ido.
Luego dijo que tenía que empadronar a todos los pobladores para que ninguno volviera a desaparecer.
En la noche fuimos a la comisaría. Entraban de uno en uno, pero a veces no salía el que entraba. La mayoría de los que no salían eran hombres.
Cuando mamá entró a la comisaría el capitán preguntó si era la mujer del profesor, ella dijo que sí, el capitán la miró y le dijo, entonces quédese.
A mi me dijeron que me vaya, pero mamá no quiso, yo tampoco, así que me quede.
Luego de un rato nos sacaron de la comisaría y nos llevaron lejos del pueblo.
Éramos como veinte.
Casi todos eran hombres pero había dos mujeres y un solo niño: yo.
El capitán iba delante con seis soldados. Los soldados llevaban picos y palas.
Mientras caminábamos mamá preguntó a donde íbamos.
El capitán nos miró y dijo que eso no importaba, solo era una ronda de vigilancia.
Algunos no preguntaron pero sintieron que el capitán mentía.
Después de caminar una hora el capitán ordenó que paremos.
Nos dio los picos, las palas y dijo, caven.
Todos nos miramos, pero en la oscuridad no vimos nada, así que empezamos a cavar. Un hombre que estaba a mi lado empezó a gritar, pero un disparo calló sus gritos.
Mamá mientras cavaba lloraba. Y sus lágrimas llenaban el agujero que ella iba cavando. Yo solo la miraba y no atinaba a hacer nada.
Después de un rato empezaron los disparos.
El capitán ordenó que miremos el agujero que habíamos hecho. Como yo no había hecho agujero no volteé a mirar.
La mujer que había venido con mamá lloraba, un hombre empezó a correr pero el capitán le disparo y cayó al piso.
Los soldados disparaban, el capitán solo miraba.
A mamá le dispararon al último.
No lloro, no miró el agujero, miraba al frente, como si buscara algo.
Yo me preguntaba que buscaba, pues estaba muy oscuro y no se veía nada.
Mamá antes del disparo me miró y dijo, cuídate.
Lo dijo con pena, como si supiera que eso no sería posible.
Ni bien acabaron los disparos el capitán se me acercó.
¿Quieres vivir?, preguntó.
Vi el cuerpo de mamá y dije, no.
Como papá cuando lo mataron.
Luego el cuerpo de mamá se hizo oscuro.
Y la oscuridad me envolvió y yo me hice parte de ella.

IV
Ahora estamos muertos.
Mamá se ha puesto a conversar conmigo.
«Mañana tienes que darle de comer a las gallinas».
Luego ha empezado a hablar con el resto de gente que vino con nosotros.
Todos hablan de la feria del pueblo que será en dos semanas.
Todos quieren ir vestidos con su mejor poncho y tomar chicha hasta la madrugada.
Me siento triste por ellos, porque están muertos y no lo saben.
Entonces pienso que estar muerto es como vivir una mentira y nunca llegar a conocer la verdad.
Ahora mamá ya no habla, nadie habla, tal vez ya saben la verdad.
Tal vez solo quieren dormir.
Después, el silencio.

martes, 17 de noviembre de 2009

PERDIDOS (II)

Cuando despertó sintió el calor de Zeta a su lado. La observó en silencio y reflexionó sobre el número de prostitutas con las que se había acostado. Apenado, descubrió que había perdido la cuenta; sin embargo, ella era la primera con la que pasaba una noche entera. No le importó, recordó a su ex esposa y al mirar a Zeta, pareció encontrarle un rasgo parecido, algo que le hacía recordar a B y querer adorarla; pero no supo precisar qué era: ¿sus pestañas?, ¿su nariz?, ¿sus labios?, ¿su frente?. En el fondo nunca deseaba ofenderla, en el fondo, sabía que los únicos amaneceres tibios antes de X, Y y Z, fueron a su lado. Sintió que nada de nuevo tenía esa mañana, ese amanecer. Una vez más, al lado de un cuerpo extraño recostado sobre sus sábanas maritales, recordó el tiempo perdido, los días que se alejó de su familia, las noches dedicadas con egoísmo a sus proyectos y sintió el mismo remordimiento lacerándole los sentidos pero con más fuerza. Eran casi las cinco y media de la mañana. Sintió asco de su propia vida, le dolió la cabeza.
Suavemente se quitó las sábanas de encima, se vistió y caminó descalzo hasta el baño pensando en la forma cómo iba a deshacerse de Zeta. Mientras tanto ella, que había permanecido recostada, aparentando estar dormida, esperando que Equis actuara, tal vez la acariciara, se sintió despreciada y se arrepintió de no haberse largado antes. Quiso moverse, pero le impidió el miedo de saberse sobria. También era la primera vez que amanecía en el departamento de uno de sus amores efímeros, pero porque ella quiso, porque algo en él le impresionó, aunque no sabía precisar qué era: ¿su mirada?, ¿su soledad?, ¿el sonido de su voz?, ¿la marca del cigarrillo que fumaba? ¿sus manos al tocarla?. Algo en él la hacía añorar no sabía que cosa. Se sintió triste y aguantó el llanto.
En el baño Equis manoseó su sexo humedecido. Quiso bañarse pero tuvo desconfianza de Zeta. Recordó las poses en que le hizo el amor y sintió una leve erección. Imaginó el cuerpo de Zeta desnudo, bajo la luz de esa mañana calurosa y quiso ir a levantarla; pero para no volver a sentir lástima de sí mismo, decidió que el día siguiera su propio ritmo, así luego creía sufrir menos. Después de lavarse el rostro y cepillarse rápidamente los dientes, salió del baño. Lo que vio le hizo sentir un espasmo: Zeta estaba completamente desnuda, de pie, frente a la ventana. El contraluz le dejó ver su silueta perfecta: sus caderas turgentes, su culo grande, sus piernas esbeltas. La deseó con más fuerza.
Zeta no supo si darse vuelta. Se había levantado para ver lo hermoso del amanecer, para oír el canto de los pájaros, para dejar que los primeros rayos del sol le dieran en el rostro. Tenía los ojos humedecidos por la pena. Recordó la retahíla de orgasmos que había tenido haciendo el amor con Equis y una por una llegaron a su mente, las palabras de amor que sus gemidos y gritos provocaron. Extrañamente, deseó tenerlo nuevamente. Sus pechos se le erizaron.
Equis se detuvo a contemplarla. Pensó que el cuerpo desnudo que tenía al frente suyo era riquísimo, que haberla acariciado la noche anterior había sido una maravilla, que sentir placer con ella una vez más sería divino; quiso expresarlo, decírselo; pero de pronto se sintió estúpido, ridículo, sobrio. Pensó en lo raro que era tener a una mujer que no fuera la madre de su hijo respirando el mismo aire de su habitación. Otra vez lo embargó el deseo de maldecir su vida, de drogarse, embriagarse y matarse poco a poco. No dijo nada, bajó la cabeza y se dirigió a la cocina con ganas de salir lo más pronto posible de esa casa. Se sabía de memoria las clases que dictaba todos los meses, desde hacía cuatro años, en un colegio estatal. A veces los rostros que lo miran al salir, le recuerdan que hace mucho tiempo dejó de ser el mismo que solía ser cuando vivía en la armonía de su hogar completo. Hoy eso no hará falta.
Zeta secó las lágrimas de su rostro con el brazo. Dio una mirada triste al cielo despejado. Vio a un ave surcar las nubes a lo lejos y sintió envidia. Sonrió con algo de pena. Empezó a vestirse sin quitarle la vista de encima a Equis. Tuvo ganas de encararle las lágrimas derramadas, decirle que por su culpa había recordado lo vacía que era su vida desde aquel día que sus padres se separaron y se mudaron del barrio en donde había encontrado al gran amor de su vida. Miró el reloj y recordó el ambiente lúgubre del hospital donde trabaja. Todos los días improvisa sonrisas de buenos días y buenas tardes a los enfermos de aquel nosocomnio donde todas las semanas desde hace dos años se gana el pan y la nicotina de cada día. A veces esos rostros le dicen que la vida es como uno de sus poemas mal hechos, dignos de ser despreciados. Hoy eso no hará falta.
Equis sacó un pedazo de queso de la refrigeradora y se preparó un sándwich con pan de molde. Por un momento se imaginó con Zeta, sentados los dos a la mesa. Cogió su termo de color azul, lo destapó, observó un momento la aparición del vapor y preparó dos tazas de café. Se preguntó si sería capaz de romper el silencio que había en la habitación.
- ¿Tienes un cigarrillo?
- Revisa en mi chaqueta.
- ¿La que traías puesta ayer?
- Sí
– Los acabamos. ¿No lo recuerdas?
– Entonces ven aquí y toma café conmigo.
- ¿Por qué?
– No lo sé. Porque no podemos ir a trabajar sin tomar algo.
- ¿Porque el desayuno es el alimento más importante del día?
– Sí. Porque el desayuno es el alimento más importante del día. No eres una puta verdad.
– Sí lo soy, sino lo fuera, no estuviera a estas horas en tu habitación.
- ¿Entonces cuánto es por el excelente servicio?
- ¿Te pareció excelente?
– Sí. ¿Dime cuánto es?
- No vas a poder pagármelo.
– Díme, lo que sea.
- 100
– ¿100 dólares?
- No
– ¡100 soles!
- No
– ¿Entonces?
– 100 tazas de café.