sábado, 27 de marzo de 2010

Beatriz

Capítulo II

No puedo negarlo, aquellos años en compañía de “los zoros” pasé los mejores momentos de mi adolescencia. Recuerdo muy bien aquel día en que llegué a “Las Brisas”, supe en seguida que la pasaría muy bien. Mis nuevas vecinitas me dieron la bienvenida tímida y avezadamente. Se emocionaron al verme llegar, me enviaron saluditos e incluso las más atrevidas, algunos besos volados que hicieron que se me escarapelara el cuerpo. Yo estaba preocupado de que todas ellas vieran los cachivaches que descargaba del camión de mudanzas; pero parecía que la curiosidad de cada una de ellas estaba centrada solamente en mí. Era verano y tal vez en algo influía el clima.

La casa a la que me mudé era del hermano de mi mamá y estaba ubicada frente a una improvisada canchita de fulbito, junto a un bonito parque con pileta en el centro. Mi tío nos prestó su casa con tal que la cuidáramos. En aquella calle, que urbanísticamente hablando, era un pasaje, vivían chicas muy bonitas, pero la mejor de todas era Fiorella. Recuerdo que cuando la vi por primera vez me gustó mucho. Su casa estaba ubicada a unas diez casas de la mía. La encontré diferente a las demás, principalmente porque ella no demostraba demasiado interés en mí. Era trigueña, de ojos bonitos, creo que achinados, tenía el cabello ondulado y siempre lo llevaba suelto. Muy pocas veces podía verla sonreír. De todas ellas, Fiorella era la única que se ponía vestidos veraniegos, que cuando corría, parecían hacerla volar. Por las tardes, siempre salía al parque a jugar con su gatito y yo la miraba desde la puerta de mi casa y me quedaba encantado viendo lo tierna y dócil que era. Los primeros días, salí a darme un par de vueltas por el parque en mi bicicleta y aunque ella insistió en ignorarme, no pude dejar de admirar su belleza. Decidí también ignorarla, hipotéticamente hablando, claro.

No me imaginé nunca por qué Fiorella siempre salía tan puntual, media hora antes del atardecer, en compañía de su gato a sentarse en un banco, hasta que la vi un día comportarse de manera distinta. Un muchacho, tal vez de la misma edad que yo, cruzó el parque en bicicleta y volteó a la calle Teatro. Me había acostumbrado tanto a su espontaneidad, que aquel día rápidamente me percaté de lo nerviosa que se puso.
Yo, que por un momento creí que a quien miraba era a mí, también me puse nervioso; pero como no pude creérmelo, voltee a buscar a donde iba dirigida verdaderamente su mirada. Entonces vi a aquel muchacho que surcaba el parque en bicicleta raudamente, como si pasara por un lugar desabitado y desértico, como si su destino estuviera trazado y el lugar por el que pasaba en ese momento, no existiera en su mente. Alcancé a verlo bajando la vereda y volteando hacia la otra calle. Entonces Fiorella volvió a ser la misma de antes, de mirada melancólica y aire ensimismado. Agachó la cabeza en señal de desencanto, abrazó a su gatito, le dijo algo mirándolo a los ojos y como pocas veces, la vi nuevamente esbozando una sonrisa esperanzadora, mágica, de amor. Tres días después, cuando yo ya me había aburrido de la rutina, salí de mi casa minutos después del atardecer y pude ver, bajo un cielo encapotado de nubes negras, alumbrada por la luz amarilla del faro más divino del parque, a Fiorella, de pie frente al muchacho, que sosteniendo su bicicleta, la miraba dulcemente, intentando decirle que la única razón por la que él pasaba todos los días por el parque, desde hacía dos meses, a la misma hora y con la misma tímida determinación, era solamente para verla, admirarla y descubrir en sus ojos cuanto la quería.
Ahora yo me río, pero en ese momento lo primero que pensé, fue en salir también a buscar el amor de mi vida en bicicleta.

martes, 9 de marzo de 2010

Silencio

En una capilla están Matías y Antonella.

A él le gusta cantar aunque lo haga muy mal.

A ella le gusta pintar, lo hace bien. Pero no muestra lo que pinta a nadie.

Solamente a Matías. A quien han venido a ver sus 18 hermanos de todos los países, dentro de los cuales los más queridos son Gustavo y Augusto.

De Gustavo se dice que pertenece a algún tipo de mafia peligrosa. De Augusto solamente se fijan en cuan larga está su barba que ahora llega hasta el ombligo.

Ambos se acercan a saludar a Ximena, que fue la última en besar a : Matías, que toda la vida quiso besar a : Antonella.

A quien han venido a ver sus eternas e incondicionales amigas que siempre fueron solamente cuatro.

Ellas se encuentran con Oswaldo, que fue el último en besarla.

Al acercarse ellas, él le sede el asiento a una.

Al sentarse, ella queda enfrente de Lúa, quien a pesar de estar en horario de trabajo se dio tiempo para estar desde el inicio.

Lúa enseña a tocar guitarra a Doménica. Ambas han venido a ver a Matías, quien ahora no puede moverse y, aunque se lo preguntaran y lo negara, se encuentra muy nervioso.

A pesar de todo el quisiera ver en que lugar está sentada Andrea, la madre de Valia, la única hija de Matías.

A diferencia de su padre, Valia no habla con mucha gente. Le gusta dibujar a las personas cuando lloran. Pero ahora está dibujando un rostro que le resulta agradable y hasta familiar, el de Antonella.

A quien, contra todo pronóstico, ha venido a ver también Jorge.

Él saluda a todos los amigos de Matías y a las cuatro amigas de Antonella.

Con él vienen las sobrinas de ella que le guardan cariño desde los tiempos en que ellos vivieron juntos.

Afuera se han abierto 3 botellas de pisco y 1 de ron, cortesía de Gustavo , quien nunca fue santo de devoción de Antonella y que ahora no soporta que haya llegado Camila.

Ella acaba de publicar su primer libro y se los ha dedicado a Matías y a Valia.

Todos le preguntan a Gustavo quien es la mujer que ha entrado antes que todos y que nadie conoce.

Él guarda silencio , su nombre es Lourdes y sabe que ella tiene más derecho en estar ahí que muchas otras.

Todas estas personas están dentro de la capilla .Aparece el sacerdote y todos se ponen de pie.

Los que se encuentran más cerca al sacerdote son: Matías y Antonella.

El Padre hace la pregunta de rutina y que tanto han esperado ambos, pero que ahora no pueden responder.

Por voluntad previa, se acercan Gustavo por parte de Matías y una de las sobrinas por parte de Antonella.

Ambos dicen al unísono: ”sí , aceptan”.

Y la mayoría de personas antes mencionadas rompen en llanto por ambas partes.

Y se abrazan para consolar su resignación.

Y después de tantas vidas , Matías y Antonella descansaron juntos ,como pequeños niños.


sábado, 6 de marzo de 2010

"V"

Sé que el mundo se va acabar

de una u otra forma.

Es muy poco probable que

vuelva a nacer,

pero bastará con que

Andrea pase por esa puerta,

finja no conocerme

y se siente a mi lado

y solo después de 20 segundos

de fingir pretextos,

me preguntará mi nombre,

tras responderle me dirá:

eres mi perfecto desconocido.

Entonces le diré que se quede

a mi lado todos los días.

Sé que me dirá

que el mundo se acabará,

pero no importa,

porque si se sienta conmigo

los terremotos no me darán miedo.

La tranquilidad será nuestra amiga

y nuestra sonrisa

ayudará a todos.

Entonces me preguntarán,

¿quién es ella?

y les diré que es mi

perfecta desconocida.

Pero Andrea no vendrá hoy.

Y la lluvia ya comenzó a caer.

viernes, 5 de marzo de 2010

Beatriz

Capítulo I

“Un amor cobarde siempre está lleno de remordimientos” (SR)

La chica más bonita del barrio se enamoró de mí. Todos la querían pero ella sólo se fijaba en mí. Decía que ninguno de nosotros le gustaba, que nadie del barrio le interesaba; pero al igual que yo, ella me quería, lo sabía y ambos sufríamos secretamente. En esa época yo tenía 14 años y era demasiado tímido y además era el chico al que todos molestaban, al que todos fundían, el centro exacto de la burla. Me tocó ser el más monse del barrio. Eran momentos trágicos, de impotencia. Delante de ellos yo no podía pronunciar su nombre, me era imposible decir Beatriz cuando todos hablaban de ella; sólo escuchaba en silencio, soportando un calambre álgido en el estómago, sintiéndome orgulloso y cobarde a la vez y dilatándome el dolor de un amor que creía era inalcanzable. En cambio ellos la mentaban, la describían, la deseaban, y yo me daba cuenta que lo que sentían por ella, era muy diferente a lo que sentía yo y pensaba que si delante de todos me atrevía a nombrarla, descubrirían que la amaba, que la adoraba, algo en mi modo de decir su nombre me delataría, lo sentía. Y entonces estar enamorado de Beatriz hubiese sido más doloroso, mi amor por ella hubiese sido cruelmente gritado a los cuatro vientos y ella hubiese sido presionada y ridiculizada por el círculo de chicos y chicas pueriles que exigían conocer lo que opinaba del flaquito tímido que se había enamorado de ella. No quiero imaginar si hubiese sido para bien.
Solamente a solas podía decir Beatriz, llamarla, imaginarla; pero nunca hice algo, nunca me atreví a confesarle que estaba enamorado de ella, callé, fui el hombrecito más cobarde sobre la faz de la tierra; pero este mundo, (destino, suerte o lo que sea) no es ingrato. Beatriz me quiso, tal vez tanto como yo la quise a ella.

Cuando nuestros grupos se juntaban para jugar voley, carnavales o para celebrar el cumpleaños de algún amigo, nuestras miradas se cruzaban y entonces, otra vez, parecía como si dentro de mí, mariposas volaran poniéndome muy inquieto y nervioso. Eran de esas miradas que dicen todo en un segundo: lo que sientes, lo que piensas, lo que anhelas, lo que sufres, lo que callas. Y cuando parecía que la providencia nos iba a juntar de tanto mirarnos o cuando por alguna casualidad intercambiábamos palabras, no faltaba aquel pillo que encontraba la forma perfecta de ocultar sus miedos y evitar ser fundido que escudándose en mi jacarandosa figura. Entonces, cómo yo nunca fui bueno para defenderme o para resaltar los defectos de los demás e inventar apodos, todos me agarraban de punto y así mis ilusiones terminaban desvaneciéndose. No me quedaba más remedio que maldecir mi mala suerte. Solo en mi cuarto, renegaba y suspiraba amargamente recordando sus ojos, su cabello suelto, su sonrisa, su forma de caminar, sus movimientos al bailar, sus manos blancas y su voz que nunca decía mi nombre, pero que en su mente lo gritaba, lo suspiraba, al igual que yo. Eran noches, madrugadas y amaneceres en la dolorosa compañía de su recuerdo. Un recuerdo de fantasía que solamente ameritaba mi voluntad para volverse realidad. Una realidad palpable, acariciable. Pero estaba perdido, extraviado. Yo era como un cachorrito sumido en un mundo de lobos, hienas, coyotes y zorros, sobre todo zorros.

Solamente cuando jugábamos fulbito a mí me tocaba llevar la batuta, formaba parte de los altos mandos, de los que encabezábamos el grupo. Allí yo estaba en mi territorio, donde me desenvolvía con soltura y en donde nadie podía faltarme el respeto, en donde yo podía gritar, insultar y hasta dar de patadas. Me daba el lujo de dejar a varios sin jugar, los condenaba al bancazo, llamaba a quien me daba la gana; pero recuerdo que siempre estaba triste pensando en el día en que por fin podría estar con Beatriz. Hubo un tiempo en que incluso, tanta era mi ansiedad por ella, que le dedicaba cada uno de mis goles, íntimamente claro. Dejé que pasara cada día y cada noche, creyendo que lo nuestro sería eterno y que por alguna fuerza magnética amaneceríamos, atardeceríamos o anocheceríamos juntos, sin saber que ella abría su corazón a otro amor que no sea tan lento, indeciso y cobarde como el mío.