viernes, 31 de julio de 2009

Varias cosas

Varias cosas pueden parecernos bellas. Desde los días nublados, alegres mañanas de sol hasta los eclipses. Es fácil entonces saber encontrar razones para intentar una sonrisa por día. Existen sin embargo versiones opuestas al paradigma del optimismo y felicidad humana. Seres que por alguna razón no estiran los labios hace mucho. Las razones son infinitas: desde soledad, pena por abandono, fracaso amatorio, aburrimiento, desempleo y algunas otras que solo se permiten en estos días.


El éxito es la mentira que queremos convertir en cierta en lo que va del camino.

Luces que parpadean y aire entrecortado, más que suficiente para pensarte.

En el desierto hasta las lágrimas significan agua.

Me dio gusto ver que aun dormía, pero me asustó pensar que no vaya a despertar.

Cuando el celular sonó, me di cuenta que aún la quería.

Con bostezos y la columna sangrando, así te espero.

El vecino aprovecha al máximo las oportunidades que se le presentan. Aún espera la primera.

Duerme y suéñame, que yo despierto soñaré contigo.

Cuando la soledad es verde, por ahí que da gusto acompañarla.

Y el celular sonó, pero lo pusimos en vibrador.

Sin matemáticas ni raíces químico nucleares, simplemente enamorémonos de la gente.

La botella seguiría llena, si tan solo hubiéramos seguido caminando.

¿Por ti? Lo hago por mí. Para que un día tú me quieras.

Hasta que los árboles aprendan a hablar y nosotros a opinar.

Y que pueda escribir mejor que mañana.

Casi poesía

La calle del abasto
Eres el recuerdo de algo que no sucedió
el verbo de una acción que no existe
ya tienes un cuerpo, imperfecto
pero vives en este cuerpo y
también en esta alma
eres el cáncer avanzado,
la raíz de mis sueños,
la neurona más peligrosa en mi cabeza
donde cada pensamiento duele
eres la calle de la delincuencia,
por donde paso a diario
con las mismas cosas nuevas.
Pierdo todo siempre;
a veces más,
a veces menos
y al día siguiente
paso de nuevo.

Pronto
El magno ejercicio de la paciencia,
la aburrida vida del soñador,
la inquietante postura del ansioso,
la misericordia del que perdona,
los mismos huecos de siempre,
el cortejo de la vida…
ese tengo
solo eso y nada más.
Pregúntame si algo he hecho.

Vadda Sultenfuss
Mejor así
que no sepa hablar…
que solo haga llorar…
que de noche camine hacia atrás…
que de día invente colores…
que no sepa amar
y que quiera aprender conmigo.

Don´t Touch
Una agradable manera de despertar,
durmiendo lo suficiente.
No les digas donde estoy ni siquiera a tu almohada.
En la puerta han de poner tu nombre
entre las cosas que ya no me hacen mal.
Después de eso, ya no me vengas a visitar.




El niño y yo
El niño que descalzo
ayer corría
hoy evoca con sonrisas
un recuerdo que ha fijado
y aunque está asustado
jamás lo parece
ha educado una sonrisa que
despistar sabe a la gente
por eso le dicen el frío y
a veces casi inerte
"el que nuca siente"
siempre soñando
nunca duerme
vive volando
no se sabe cuando duerme.
Soñar puede descalzo.
¿Quién lo comprende?

Más tarde
Amanecerá como siempre
y despertaré de nuevo
solamente recuerdo
que no debo nombrarte,
es la fórmula errante
del que no perdona
o quizá
el ángel vigilante
evita que al llamarte
revivas de tus cenizas,
dormiré algún tiempo
para recuperarme
y que en ese tiempo
logre despertar y sperarLE
y superarTE
y superarME
y después
hablarte y recuperarme
¿Recuperarte? para vengarme,
será después, quizá más tarde.
Ahora dormiré.

Kristal de aire
Despacio, muy despacio
el ritmo del tiempo,
la clave del triunfo.
Como el susurro
de tu aliento en mi mejilla,
eterno y tan breve,
tan suave y capaz de erizarme,
tarde o temprano los segundos que nos toquen
vendrán a nuestra casa, serán nuestros segundos eternos, breves y lentos.

Un paso atrás
Cada esquina me recuerda tu nombre.
Todas las puertas me dicen tu sonrisa.
Las nubes te dibujan.
Cada calle me culpa por ser yo,
y no tenerte tan lejos,
por vivir cerca y no alcanzarte.
Por rozar tus ojos a diario y
no tocarte con mi voz.
Por quererte tanto.

Perdón:jamás.
Si pudieras oírme una palabra, te diría perdón.
Por hacerte culpable del dolor .
Por ser la causa que me estruja.
Perdón por culparte inocente.
También te diría :que jamás te condenaré.
Luego te diré: Perdón, por usar la palabra JAMÁS.


Greguerías del MSN
¿Me agregarías?

51634
Emocionarme es tan fácil como reír con un buen chiste.

Brutus eticus
Aprenderé cuando se confirme un método efectivo.

Casi
Espera un momento más. Pronto cerrarán.

Natural
Para impedir la muerte. Ciencia y arte.
Para recibirla .Paz y ciencia.

Shhhzzz
Desperté pensando que no pertenecía aquí.
¿A qué hora vuelvo a casa?

Tuerto
Pongámosle infracción al tuerto.
Le falta un foco.

Necesidad
Compartiendo el silencio y ahorrando palabras. Seríamos ricos.

Good nigth and good luck
Ese rincón donde dolía verte ahora esta en alquiler.

Jazmín de Vainilla
Quisiera creer que no tienes edad
que nunca naciste
y que siempre serás un sueño.

Para qué

¿Para qué?
No sé si sirve pensar en lo que estará haciendo
o si creer en eso que leo cuando la veo
pero siempre es correr sin detenerme,
correr como cuando sabía menos,
cuando reía más ,
cuando dormía en paz.
Quisiera dormir despierto
y soñar con ella.
Verla sola y ser
lo primero que ella ve
cuando el sol regresa.
Saber que mi nombre es su manía y
que sonríe cuando sabe de mí.
No sería justo buscarla y contagiarle mi síndrome;
sacarla de su paz para vivir enferma como yo ,
se ve tan bien así.
Me hace feliz saber que no me conoce.
Que sus ojos no me juzgan,
sus ojos me perdonan cada vez que los cruzo.
Bebo de ellos la vida.
Más vida que de sus labios.

Y sueño
Aparenta menos de lo que es.
Por fuera podría intimidarme.
Pareciera tan fría como ayer y
tan vacía sin mí.
A pesar de eso sueño con tocarla
y oír su voz después de la mía,
como mañana,
sin miedos ni complejos,
sin ataques ni defensas,
con risas y cadencias que su
aliento abrace.
Sin más artilugios que dos almas
esperando por la otra mitad pérdida
en el fondo del plato.

Cumple

Casi las 3pm, la pequeña hija de tía Soledad cumplía su primer año. La costumbre obligaba a mis tías a llevarme.
No sé por qué la forma en que me vestían solo me gustaba dentro de casa. Fuera no soportaba esa mezcla de colores y telas; es algo que aún después conservaría y que por analogía descubriría en la secundaría que se llama: trauma social.
La casa de mi tía era más interesante que la mía. Tenía decoración de novela mexicana. OK era fea, pero en esos días me parecía bonita ( Se parecía ala casa de Maria Joaquina de Carrusel, la que nunca le dio bola a Cirilo, en cambio siempre le dio en las bolas).El equipo de música era grande y los niños de mi edad sabían usarlo. Yo con dificultad encendía el televisor.
De a pocos fueron llegando más niños con aspecto de antipáticos, más tarde llegaban los del aspecto burlón y casi al final los que reunían ambas características.
Gente así me daba miedo. Yo intuía eran casualidades divinas para castigarme por algún crimen en otra vida.
Todos se conocían y corrían con la libertad de sentirse en casa. Yo sentado en la misma posición en que había iniciado mi presencia en ahí .Treinta minutos después ya me sentía con más confianza como para moverme hasta en un radio de cinco centímetros sobre mi eje.
Al comenzar el ritual del primer año de la sobrina que en realidad era mi tía (más traumas, la niña cumpleañera era mi tía, es decir mayor rango dentro de la familia) todos los niños ya estaban desarreglados por haber corrido tanto, pero se les veía bien así. A mí en cambio cada respiración parecía hacerme más ridículo.
El momento llegó. El personaje más odiado e insoportable del protocolo de estas actividades: el falso payaso (el tipo que se pinta la cara y finge una voz asquerosa y dice ser payaso) el que busca pasar el rato con tu ridícula participación en el baile. Yo no sé bailar, es lógico adivinar que en aquel tiempo tampoco .Pero ahí me veía cambiando de pie, preocupado por la hora en que me regresen a esa silla con quien tan buena amistad había hecho.
No soportaba sentirme prisionero de mis actos, de ¡no ser yo! porque no conocía a nadie. Habría bastado que un solo niño se me acercara a hablarme, no como los estúpidos adultos que me llamaban para que baile, como si ellos no hubieran odiado el dancing de niños y entre niños. Los niños son sinceros al máximo, por eso son tan crueles, pero habría bastado que uno me hubiera pedido cambiar palabra, que me hubiera sonreído o que me dijera "amigo",pero cuando te esperas cosas tan simples no sabes que hacer con las cosas grandes que se te dan.
El grupo que más miedo me daba era el que llegó al final. Su líder se parecía tanto a mi hermano Gabriel, gordo y con una apariencia única: antipático burlón y con esa mirada que denota una vocación arruina vidas y trauma memorias. Ese mismo me llamó. Me dijo:"Ella quiere bailar contigo" señalando a la única niña que ,a mi gusto de niño burgués (y enamorado de La maría Joaquina que despreciaba a Cirilo),me había parecido bonita.
La respuesta que di la dijo un yo que no existía en esos días, o que quizá dormía dentro. Para mal despertó y de mis labios salieron las palabras:"Yo no quiero bailar con ella".El público estalló en risas burlonas. Las mismas que temía sean dedicadas a mí, se las estaban dando públicamente ala única persona que dijo algo amable de mí en esa pequeña jungla. La única alma a la que le gustó mi silencio y que a lo mejor también quiso oírlo o quizá romperlo.
Aquellas sinceras mofas fueron obsequiadas a ella y yo había ayudado a envolver ese obsequio.
Todo siguió tranquilo como de costumbre. Piñata y cola para la torta. Mi respectiva chompa para evitar el resfrío. La porción de torta era tan pequeña que era preferible comerla ahí mismo y no llevarla a casa. Al otro extremo de la sala estaba ella. La vi comiendo y comí, me miró y bajó la mirada. Definitivamente le tocó la tajada menos dulce de la torta de aquél cumpleaños.

Dos nubes de sangre

Perú, el país de donde vengo, suele ser conocido por montañas, nevados y piedras enormes de cuadratura perfecta. Tras esa fotografía de postal, existen ciudades como cualesquiera en este mundo: oscuras, podridas, con personajes vampíricos y solitarios, que llenan las noches con su luz tenebrosa. Chiclayo, entonces, es una ciudad como cualquiera. Una ciudad peruana en la que también anochece...

Me pregunto dónde estás. Es de noche y acabo de llegar a la ciudad, con un poco menos de cuerpo que hace un rato. Camino rápido entre las sombras que ocultan rostros enormes, feos, llenos de maldad…pero familiares, al fin y al cabo. Estoy en mi mundo. Las luces inoportunas sólo descubren el andar irregular de los insectos sobre la vereda, así como una que otra portada invisible de algún libro viejo a precio de infarto. Camino sin saber que la muerte va de esquina en esquina, con un cigarrillo entre los dedos, esperando a sus clientes de turno. El sujeto disfrazado de pollo, con el rostro bañado de un sudor frío, ha decapitado a su personaje por el simple y banal motivo de tomarse un agua de lima. La solitaria Gertrudis, por su parte, sonríe viejísima a quienes ya no tienen ni el ánimo de hacerle bromas sobre su tardía salida del closet. Son cerca de las once y media de la noche, apenas, y ya Chiclayo tiene el aroma inconfundible de la más rabiosa soledad. Más tarde será peor… ¿dónde estás?
Hace quince minutos que mi hermana bajó del autobús. Nos despedimos con un beso en la mejilla, prometiendo, como siempre, continuar nuestra conversación (sobre el mismo tema) la próxima vez que nos veamos. Nunca hemos cumplido esa promesa. Lambayeque quedó atrás, y ahora sólo quedan los reflejos perfectos de los pasajeros sobre la ventana. Afuera, un vacío inmenso abraza las calles chiclayanas, pese a estar llenas de gente silenciosa, mientras el vehículo voltea con dificultad para llegar al improvisado paradero.
Una luz amarilla me recibe cuando logro salir del autobús. El olor a comida frita, las voces (y escupitajos) de la muchedumbre, el claxon de los automóviles y el grito de los cobradores de combi…no existen a esta hora. Como no existe, además, forma de llegar a mi casa que no sea tomando un colectivo cerca del mercado Modelo. Forma barata, vale agregar. Con una paranoia de los mil diablos, coloco mi mochila hacia delante, dándome un aspecto de embarazado prematuro. Miro hacia el frente y luego hacia el piso. Aclaro mi garganta, me acomodo los lentes, empiezo a caminar.
La noche se burla desde lo alto. Me he sentado en plena calle, con mi mochila ensuciándose con el cemento, sobre la línea amarilla del borde de la vereda, a imaginar las nubes rojas que podrían existir en aquel cielo azul marino. Siempre he sido malo para combinar colores, pero me gusta imaginarme las nubes rojas, como el rastro difuso de algún líquido infernal, o de mi sangre. Es lo mismo, ¿sabes? La noche es la pupila de Hades, quien mira con curiosidad los edificios, los autos y a las personas que transitan por la ciudad. Al verlas, se pregunta qué son, a dónde van, por qué viven así…no tiene la más mínima idea de todo eso; pero está maravillado con algo que sí conoce muy bien: nuestra sangre. Hades desea nuestra sangre, la ambiciona, la persigue de manera obsesiva, hace todo lo posible por obtenerla e, incluso, se toma la molestia de interrumpir el día y cubrir con su ojo a la ciudad, permitiendo que ladrones y asesinos cumplan con su cometido. Es así que logra obtenerla.
Hades sólo piensa en la sangre, y es por eso que, ante sus ojos, yo sólo soy una mancha más de las tantas que pueblan el oscuro lienzo de la noche, mirándolo fijamente pero siendo ignorado, perdiéndome entre mis propias ideas y alucinaciones, contando y, sobre todo, preguntándome cuál de todas esas nubes, imperfectas, rojas, de sangre viva, eres tú.
Solitario. El ruido de mis pasos se pierde entre la velocidad de los neumáticos. Los automóviles no dejan de correr. Son bestias de metal que gobiernan sobre la ciudad, que parten el viento con sus carrocerías de segunda y contaminan la atmósfera con cada disparo de sus motores. Bien me lo dijo un profesor hace un año, cuando comenzaba la carrera: “Chiclayo es una urbe construida para automóviles, no para personas”.
En fin, evito pensar en el tiempo que pasa, mientras vago al costado de paredes sin brillo, de rejas oxidadas, basura y de mendigos cuyas almas se encuentran en estado de coma. La mía, por su parte, camina lenta pisando mi sombra, intentando copiar la velocidad de mis piernas. No lo logra; camina triste, lenta, pensativa…distraída por su propio dolor. Dolor de tener que andar sola, a mitad de una cuadra que la llena de miedo, con la mochila adelante para evitar un asalto y mirando hacia atrás al llegar a una esquina. Con el silencio que lleva bajo los labios y el ruido insoportable de los negocios cerrando, de las parejas furtivas besándose en la oscuridad, de las narices enfermas de niños con hambre, de los delirios privados de los locos sin cura, de los ladridos ahogados de los perros sin casa, de las risas fingidas de las chicas de minifalda, tacones y cartera de cuero falso…del tic tac pervertido en la muñeca del parroquiano, del aroma constante a colilla reciclada, de su cuello girando para ver si alguien la sigue, de mi respiración agitada, que la llena de nervios…de los neumáticos. Hasta que cierro los ojos, me calmo, y la dejo alcanzarme.
Caminamos al mismo paso, ya sin miedo, con algo de orgullo incluso. Sin embargo, lo único que aún queda, inmune por completo a cualquier placebo, es sin duda esta malparida soledad, que me revienta las venas del pecho imaginando lo genial que sería tener a alguien más, caminando conmigo en este momento, conversando de cualquier cosa, entendiéndome. Algo así como un hermano con el que tuviese mucho en común. Pero no es así, claro, y mi hermana no es mi hermana, ni mi alma es ya la mía. Y al voltear la esquina, llego a donde se suele tomar colectivo. Estoy solo.
Estás solo. ¡Es increíble, sencillamente increíble! Antes de llegar a este punto, no imaginaba siquiera un poco que podría llegar a verte así, de golpe, tan de pronto, de pie en la acera del frente, esperando colectivo. Ahora mismo me pregunto qué fuerza sobrenatural, qué divina omisión, pudo hacer que decida llegar a esta calle oscura, cerca del mercado Modelo, donde nadie más, salvo tú, espera lo que quizás nunca llegue, considerando la hora. Nada podría ser más propicio para saludarte… ¡Es increíble! Tal como me dijeron: idéntica nariz, idéntico cabello, idéntico cuerpo y expresión del rostro, salvo, claro, por los lentes…fuera de ello, eres la viva imagen de mi persona. Me paralizo, sin duda, sorprendido a más no poder. No me muevo ni un poco, pensando en qué rayos hacer, ¿hablarte? ¿Acercarme a ti? ¿Qué te diría? “Hola, mi nombre es el mismo que el tuyo, ¿sabes? Y me gustan las mismas cosas que a ti”. ¡Sí, puede ser! ¿A quién no le gustaría oír eso? O quizás me equivoque, no lo sé; por Dios, nunca imaginé llegar a encontrarte tan rápido. No más soledad, no más calles oscuras con personajes extraños, no más caminar sin rumbo por Chiclayo, la horrible…sí, todo ha llevado a este momento, toda mi búsqueda, ¡No, no puedo perder más tiempo! Voy a acercarme, sí, voy a hablarte, voy a…
¿Qué ha sucedido…? Justo ahora empieza a pasar gente por esta calle sin luces y un grito apagado se ha oído en la esquina del frente. La gente corre rumbo al lugar, mientras unas sombras oscuras se alejan a paso endiablado. Han sido ladrones. Sudo con temor al distinguir un cuerpo joven tirado sobre la vereda, con el rostro sobre el piso y unas líneas rojas que empiezan a resbalar por el borde. Dios… ¡Es horrible!, pero la vena de periodista hace que me pregunte si debería ir junto al montón de cuerpos vivos (y chismosos) que ahora rodean a la víctima. Finalmente, tras vacilar mil veces… me decido a ir. Después de todo, ¿qué es lo peor que podría encontrar…?

El sueño

Una muchacha observa los trenes. Vienen y van, aparecen y desaparecen, entre la niebla dividida de cada extremo. Abre un paquete de chocolates, olfatea su contenido: son de los que tienen relleno de maní. Se sienta. La espera no la pone nerviosa, es más, parece gustarle. Hace tiempo que no se daba el lujo, el placer de mirar al vacío. Concentrada en la pared gris del otro lado, que está pasando los rieles, juega a derretir el chocolate con su lengua.
El sonido típico de un ferrocarril no cambia las cosas. Cargado de azúcar, el gusano metálico pasa raudo ante sus ojos, sin que ella se inmute ni deje de estar concentrada. Su atención sigue puesta en el vacío. Sin embargo, un perro se acerca a olfatear. Tiene curiosidad por saber qué tipo de chocolates tienen la chica entre sus dedos. ¿Serán de esos que tienen relleno de fruta? No lo sabe, pero se muere por probarlos, así tengan veneno en su interior.
Ella sigue perdida. Sus movimientos se reducen a acariciar la comida y a parpadear de vez en cuando, cada vez que lo recuerda: está viva, quiera que no. El perro acerca su nariz a los pies de la muchacha. Olfatea, “sus zapatos huelen a carbón”, piensa, “seguramente debe trabajar en la mina, como las hijas del tabernero”. Entonces recuerda al viejo gordo, golpeando el aire con su escoba, gruñendo tras el escape canino, casi siempre inevitable. El perro sonríe.
Olfatea un rato más. “Los chocolates ya se habrán acabado”, piensa, sin dejar de rozar el hocico sobre la piel de la chica. La humedad debería llamar su atención, pero no es así. O no parece, al menos. En realidad, es ella quien hace durar los chocolates: hace buen rato que notó la presencia del perro. Es más, si se dedicó a concentrarse en la nada y a saborear con cuidado, partícula por partícula, la oscuridad de la dulzura, fue precisamente por llamar la atención del can.
El tren anuncia su llegada. Al instante, irrumpe en el panorama de nuestra joven gourmet. Lentamente se detiene y los pasajeros empiezan a bajar. Él, un muchacho, camina sobre la acera y busca a su alrededor. La encuentra, sonríe, se acerca corriendo. Ella lo mira, con cansancio, y se pone de pie. Deja los chocolates, saca el arma, apunta y dispara. El perro empieza a ladrar, entre los gritos histéricos de la gente al oír el balazo. Llega un policía y torpemente la captura. No se resiste.
“Fue tal como lo soñé: el perro, los chocolates…descansa en paz mi querido niño, hijo de puta, ahora sí: descansa en paz”.
Y pensando en esto, le da una última mirada al cuerpo, se deja llevar por el policía y se ríe con verdadero estruendo, asustando, incluso, al confundido animal. Hay lágrimas en sus ojos pero a la vez felicidad: no más minas de carbón, no más encuentros obligados. Nunca más los sueños húmedos de un mortal asqueroso.
“No, Dios santo, no… nunca más”.

Una sopa arco iris

Esa tarde había salido de mi casa con la firme decisión de besar a Lupe. Tomé todas las cosas que el día anterior no pude llevar conmigo: el control remoto malogrado, la nariz de claun, el diccionario de palabras estúpidas (tercera edición, “súper ventas” del mes pasado), los zapatos de pera, un abrelatas y la figura de acción con el rostro de Eric Bana, que Fátima siempre trataba de quitarme. Tomé también una “galleta gigante” del manual de repostería de mi hermana. Me fui andando mientras la masticaba.
Hacía un poco de frío esa tarde. Como siempre he odiado usar chalina, cubrí mi boca y mi cuello con una chompa de lana, atándola por las mangas a la altura de mi nuca. Debía parecer una especie de pandillero lorna. Sin embargo, quería mantener mi garganta a salvo de cualquier tipo de infección: un mar de flema no es precisamente el mejor acompañante para un beso. No me importaba si la gente se quedaba mirándome, como suele pasar los días en que me visto de rana (con polera verde, pantalón amarillo, zapatillas de menta…) o cuando olvido peinarme tres veces, frente al espejo, para evitar que mi cabello cobre vida y empiece a saludar a los transeúntes. No, esa tarde no.
Más bien, me sentía con mucho ánimo de ignorar a todos. En serio. Ignorar sus miradas, para empezar; sus voces, sus olores, sus oídos fingiendo sordera, sus narices respingonas (qué gracioso, res-pingonas), su calor humano, su sed, su hambre, su espíritu de masa anónima, heterogénea, dispersa. Ignorar los saberes previos, los prejuicios, los crímenes anhelados, el sabor de un almuerzo frío, el volumen alto de un televisor, las letras magistrales de una novela corta, la porquería de guión de un cómic (que me gustó más que la novela), la cama, el ronquido, el sueño precioso, con el rostro de Lupe, acercándose…el despertar húmedo. Ignorar el baño, el secado, el “péinate, carajo”, en fin… ignorarlo todo y amar, amar la inutilidad del mundo, su simpleza o simplonería, todo él, vacío, inerte, cachaciento: como el amor.
Y el amor es un bicho raro. Me hizo caminar con rapidez de la vereda de mi casa a la vereda del parque, o Plaza Cívica, como suele decir nuestro canino alcalde (un cruce entre afgano y fox terrier). Esquivando autos, chibolos suicidas, gatos gigantes sin correa, pasé de una a otra las cinco cuadras enormes de la ribera gris, al compás de la avenida triste, o Sáenz Peña. Girasoles de plástico sobre el vendedor de caña (sí, el mismo que en verano vende raspadilla), bodegas rojas, notarías azules, cantinas verdes con franjas de limón y una capilla preciosa, con su virgen de las manzanas y sus flores de papel carbón. Todo tan esperanzador y firme como el simple deseo de llegar al parque “vivo”, sin las cuchilladas dulces de los graciosos ladrones (tan lindos ellos).
Y obviamente, la realidad incuestionable de que debía a besar a Lupe, pasase lo que pasase. Llegué a la Plaza, alguna vez hermosa, y resultó que estaba llena de parejas de estudiantes. Eran cerca de las siete, después de todo, y los del turno de la tarde estaban saliendo. Ellos las abrigaban, falsamente atentos, prestándoles sus chompas verdes, guindas o celestes, y abrazándolas por la espalda, observando el arco iris.
Porque esa tarde, como nunca, un enorme listón multicolor adornaba el cielo pálido, congelado, puramente citadino. Y los niños que pasaban señalaban desde sus motos, y las parejas se miraban, tiernamente; y las chicas soñaban mirando el arco iris y los chicos apretaban más fuerte, bajo el pecho, sin dejar de ser animales. Y más allá, las nubes naranjas y violáceas, que anunciaban la partida de la tarde, hacían pensar a mi Lupe que aquel clima era el perfecto para un asesinato. Cuando llegué a su lado, frente al sucio escenario donde jamás se hizo drama, yo solamente pensaba en una cosa.
- ¿Besarme? –preguntó.
- Sí –le dije con nerviosismo-. Esta vez sí estoy listo.
Lo pensó un segundo, sonrió, con algo de sarcasmo, y las nubes naranjas se reflejaron en sus pupilas negras, preciosas. Y abrió la boca, suavemente, como acariciando el aire con sus labios; y me dijo:
- Lástima, mi padre me mató ayer.
Y el aire mismo, excitado, se llevó su figura imaginaria hacia el cielo, haciéndola rebotar contra una nube, estrellándola sin piedad contra el arco iris, rompiéndolo como un vitral de iglesia y dejando caer los trozos de vidrio sobre los amantes furtivos, quienes dejaron de pronto sus sueños de romance y gritaron aturdidos bajo mi lluvia sangrienta. Confundidos y torpes: una sopa arco iris.

Gris

Hay días en que escribir se convierte en la más grande mierda jamás contada. Son días de lluvia, por lo general, bajo el gris lamento de una tarde aburrida. Días en los que empieza a llover sin empezar a hacerlo, porque una garúa es suficiente para exagerarlo todo y decir que, “¡Oh, sorpresa! Se me ha venido a la cabeza la idea para un cuento extraordinario”, mientras uno se quita la toalla, suspira, choca con la realidad hiriente de la pasta dental y, frente a la sagrada presencia de enjuagues y jabones, se masturba hasta encontrar los senos ocultos sobre la mojada anatomía del shampoo anticaspa. Ahí va tu idea, blancuzca, ahogándose en los remolinos de la ducha.
Aquellos días son tiernos. ¿Sabes? Hay un límite muy difuso entre la ternura y la pesadez. Es aquel límite el que nos hace odiar a la amistad que se acerca, toda ella, dulzura y esperanza nuestra, cuando precisamente nos ha pasado algo malo y lo que más necesitamos es tener a alguien cerca: alguien a quien poder mandar a la uretra y dejar con ello claro, a todo el mundo, que es difícil ser nosotros, que nadie nos entiende, que deberíamos estar muertos y que no importa lo que digan alquimistas o sangres de campeones, el mundo tal cual lo conocemos hoy no es más que una burda y reverenda huevada con su chorizo frito de adorno. Qué tierno, ¿verdad?
Es así como le dañamos el cerebro a alguien, ¡y sin cobrar nada a cambio! Uno mismo no cree ni la mitad de lo que ha dicho, pero ya ve, lo ha soltado, se ha liberado de esos demonios que bailaban en su cabeza y que carcomían sus neuronas, ya de por sí afligidas, hipocondriacas y con diversos traumas de la infancia.
La ternura es esa arma tan feroz, tan nuestra, que siempre utiliza el enemigo. Es garantía del hastío, caridad sexual con el chico tímido, salvación de vidas tristes, semilla de una ilusión y, bien utilizada, la mejor y más grande cura para la puñetera verdad de un mundo plagado de rencores. Mal usada, es una metáfora barata, en un texto barato, de un escritor de días grises.
Y ya que volvemos a mencionarlo, ¿cuándo sabemos que un día es realmente el adecuado para escribir? Muy simple: siguiendo la rutina de una hora inexistente, te hallarás sentado, sin querer, frente a la pantalla del monitor, o frente a tu cuaderno de notas, según sea el caso. De pronto, dejarás de sentir tus dedos como parte voluntaria del organismo. Tus ojos se abrirán por completo, dejando atravesar la luz de una sonrisa irónica. La mente se volverá tu dueña, describiendo a tu nariz los olores de la más remota fe. Tus oídos dejarán de escuchar, tus pies, de caminar, y tus lágrimas, con su voz gélida y caliente, prenderán sus puros bajo la brisa del miedo, dictándote de paso, una por una, las palabras que deberás grabar con tinta de hierro sobre la realidad improbable de tu mundo.
Cuando todo esto pase y, finalmente, decidas ignorar por completo a las jodidas lágrimas…aquel día, créeme, sólo aquel día, será genial para escribir.

Terminar de morir

He imaginado en estos últimos días de Diciembre mi muerte. Más que imaginarla la he deseado. Descubrí entonces que le temo. Soñé despierto en su llegada de golpe y sin dolor. Se lo dije a mi conciencia. Se lo recordé a mi pasado. Se lo recriminé a mi virilidad. Se lo imploré al destino. Quiero morir. Yo no soy, ni seré capaz de matarme. Hazlo por mí. Has que se apague esta luz. Quiero descansar mi dolor. Has que esta combi se estrelle. Has que de este pasadizo salga un loco y me clave un cuchillo en el pecho. Has que un delincuente enardecido me dispare un balazo en la cien. Has que tropiece y me rompa la espina dorsal. Has que mañana no despierte. Hazlo, que no quiero nunca más volver a verme llorar. Quiero morir rápido hoy que se me han acabado las sonrisas, hoy que me he quedado sólo con mi arrepentimiento. Cerrar lo ojos y nunca más volverlos a abrir. No saber nunca más de mí. Si existe el paraíso, que me excluyan de él y desvanezcan mi alma. En el infierno que me acepten pero sin memoria. Ya no quiero caminar más. Me pesa respirar. Me cuesta y me avergüenza abrir la boca para comer. Perdí las ganas de recuperar lo perdido. Me quedan las ganas de olvidarme que existo aquí. Perdí mí deseo de buscar lo soñado. Ya no veo en cielos ni jardines. Ya no escucho el cauce de aquel río. No perdono haberme mentido. Pero igual que vengan todas a hacerme creer con sus propias palabras que no hay amor, que lo divino es imposible, una vez más. Que ya no sigan los días su curso a través de mi desdicha. Que no me obliguen las agujas del reloj a obedecerlas. Fui feliz un día y me presentaron la tristeza a los 14. ¿Qué hizo para encontrarme?. No volverá a suceder. Moriré. Seguirá y seguirán sus vidas sin mí. Que me toque morir hoy. Le tengo preparado a la muerte mi desolación envuelta en papel de regalo color negro. El recuerdo dulce y doloroso de niñas que amé y no me amaron. El odio de haber sido el autor de los más grandes idioteces. Oportunidades de conocerme a mí mismo desperdiciadas olímpicamente. Hematomas en la mente de golpes emocionales que el tiempo no cura. Que venga la muerte, todo en mí ya es cadáver. Hace mucho tengo muertas mis esperanzas. Expiraron mis ambiciones. Fenecieron mis razones de vivir, agoniza mi existencia, estos son mis últimos suspiros. Quiero terminar de morir, pero que me aseguren que no volveré a verme rogando abrazos, extrañando besos, odiando lo recibido, hablándole a mi soledad, pensando en la última mujer que me rechazó, imaginando lo que no hice, callando culpas, dejando caer mis ideas, traicionando mis años de casado, recordando mi niñez, descubriendo que todavía la amo en otro mundo. Que me aseguren que desapareceré con mis pensamientos. Que no sabré nunca más de mí. Que ya no extrañaré más el beso negado. Que no me desgarrará el saber que no le intereso. Terminar de una vez por todas de estar sin ganas de nada. Dejar de asistir al sepelio de mi propio deseo.

Hoy nada malo hice.

Seis de la mañana. Mi día está por acabarse. Una jornada más de trabajo sin mayores contratiempos ni novedades. Diría que hasta tuve los mismos pasajeros de ayer. Jóvenes que sobreviven a su propio mundo con embriaguez, amantes resentidos con el amanecer y trabajadores víctimas de horas agitadas. Las caras parecen ser las mismas de todas las madrugadas. Rostros que hablan sólo en mis sueños. Voces que responden lo que mi imaginación pregunta y manos que rozan las mías al contacto de un pago ingrato. Creen que el servicio nocturno es normal, si creyeran lo contrario, pagarían más.
Me he acostumbrado al ruido de mi moto. Puedo hacerla cantar o hacerla chillar. Ahora canta pero cuando llegue a mi barrio chillará. Yo trato de hacerla siempre cantar, la trato con cariño, la llevo siempre por calles asfaltadas y no cargo bultos. No la implemento con nada porque sería entregarles carroña a las aves de rapiña. Sólo me acompañan mis pensamientos. La música llega por sí sola. Hoy la música llegó con mis recuerdos. No tuve ganas de hacer mi ruleta. Hoy, simplemente me estacioné frente al café de la tía julia y escuché tocar a la banda noctámbula. Sus canciones eran andinas. Melodías de paz. Viajé un momento al pasado, vi el pueblo donde nací, sus calles actuales, así como me las han contado y visité a mi abuela. Un pasajero me despertó. No quise llevarlo pero decidí hacerlo con la promesa de volver.
Al ver tocar a la banda nuevamente, pensé que tal vez ellos sí se ganan la vida haciendo lo que les gusta hacer. Entonces me pregunté desde cuando elegí el oficio de mototaxista. Con certeza me dije que fue tiempo después de salvarme de morir trabajando en una obra. Era albañil, obrero de construcción civil, estereotipo de ratero. Mi cuerpo no respondió aquel día y me caí desde el segundo piso. Mi familia se llevó un gran susto y me convenció de que ese no era trabajo para mí. Ahora pienso que debí estudiar algo, porque de todos modos siento que este trabajo tampoco es para mí. De igual forma me está matando poco a poco. A mí me gustaban los animales. Tal vez hubiese sido un buen veterinario.
No sé cuánto ganan los músicos de la calle, eran cinco. Tal vez no tanto como yo, pero se les veía muy a gusto tocando para la gente. Es agradable comer algo bueno, acompañado de buena música. Yo a veces como acompañado de los gritos de mi mujer, del llanto de mi hijo o de los últimos gemidos que se graban en la mente.
La noche estuvo nublada pero no llovió. El viento de la ciudad sopló con fuerza. Capital de la amistad le dicen a esta ciudad llena de rateros. Ellos demuestran su cariño con la gente trabajadora. Si eres palanca, tienes que sacar plata para el dueño, para la gasolina y para ti, ¿pero que pasa si un día eres víctima de tanto pandillero ladrón que hay?.
Mercachifles farsantes, putos y putas, fumones, policías malparidos y sobre todo mototaxistas.
No se sabe en qué horario hay más choro, en la tarde o en la noche. A mí me asaltaron en los dos turnos. “Cuando tienes al pasajero, convertido de pronto en choro, apuntándote con un arma y ordenándote que le entregues todo lo que tienes, nada puedes hacer más que obedecer”.
Recuerdo que me levantaba a las seis de la mañana y salía a recorrer la ciudad en busca de pasajeros. Luego regresaba a tomar mi desayuno a las diez. Y después, de nuevo salía a recorrer hasta la hora del almuerzo. Era demasiado tedioso. Ahora ya no. Ahora todas las noches a partir de las nueve, me cuadro en una esquina y espero a que lleguen los clientes. Ganaba al día 30 soles, ahora gano un promedio de 40 a 50 soles.
Eso es lo único bueno de este horario. Después también todo lo bueno puede ser malo y todo lo malo puede ser bueno. Las prostitutas de las calles. Los compañeros y sus propuestas. Las chiquillas regalonas. Los homosexuales desquiciados. Y los rateros que te hacen cómplices.
Estoy por llegar a casa. De seguro, después que me quede dormido, me interrumpirá el sueño el ruido de un motor malográndose y mis piernas entreabiertas bajándose por inercia de una moto imaginaria. Y yo dando un brinco en mi cama. Sólo ese temor me atormenta, ni siquiera lo que tendré que pagar por todos los pecados que he cometido el día de mi muerte. Todos somos verdugos de alguien en esta vida. Todos somos débiles. Mi mundo es así. Pero creo que hoy, al despertar a mi señora, no me sentiré mal, hoy me porté bien, hoy nada malo hice.

Veinte soles

Eran las 7: 30 de la mañana del día sábado. Jonathan, alumno del cuarto año de secundaria de un colegio estatal, lamentó haberse tenido que levantar tan temprano. Abrió la cortina de la ventana de su cuarto y vio que el día estaba totalmente nublado. Del cielo una luz mortecina parecía irradiar tristeza en el ambiente y una ligera llovizna humedecía las veredas y las pistas de las calles. Se vistió con ropa de invierno y guardó en su mochila, todo lo que necesitaba, para irse al lugar en el que, sin el menor escrúpulo, cometería un acto deshonesto e inmoral.

Al salir de su casa se encontró con Renato, su compañero de clases y mejor amigo desde que se mudó a esa zona. A diferencia de él, Jonathan era más tranquilo, no generaba desorden en clase haciéndole bromas a sus profesores, y cumplía puntualmente sus tareas, se peinaba con ralla al costado y siempre iba adelante en las formaciones de los lunes debido a su metro ochentaicinco de estatura. Se saludaron con un golpe de puños y sin prisa, tomaron el camino hacia el paradero de combis. Renato inició la conversación:

- ¿Y qué le dijiste a tu vieja?
-Que iba a la academia del profe – respondió Jonathan con seriedad.
-Idiota, no pudiste ser más sincero – replicó Renato.
-¿Por qué!?, si le decía que iba a otro lado tal vez no me daba permiso, además me completó los 5 soles que me faltaban, ya tengo los 20, mira.

Jonathan sacó de su mochila 4 monedas de 5 soles y se las enseñó a Renato. Por el transcurso de dos semanas había ahorrado el dinero que le daban para sus pasajes, caminando desde su casa hasta el colegio y viceversa, y lamentaba no poder gastarlo en los juegos de video. Al menos Renato, quien se había dado cuenta antes, de que la única manera de solucionar su problema era con dinero, ya se había quitado la preocupación de encima y había convencido a Jonathan de hacer lo mismo. Los días que lo acompañó caminando hasta su casa, había ahorrado el dinero suficiente para este fin de semana, y tenía pensado compartirlo con su mejor amigo.

Sentados en la parte posterior del combi, iban conversando en voz alta. Parecía como si se hubiesen tele transportado a otro mundo, en donde las cosas de las que hablaban se materializaran frente a sus ojos, y nada de lo que verdaderamente había a su alrededor existiera. Así eran cada vez que estaban juntos. Una señora que iba delante de ellos no podía dejar de escuchar lo que hablaban y asombrada, recreaba en su mente todo lo que de la extravagante boca de Renato salía.

El día anterior, a la hora del recreo, una espectacular bronca alborotó el aula del 5to “I”. Jonathan no la pudo ver porque en ese momento se había ido al baño. “En cambio yo sí vi esa broncaza. Yo mismo cerré las puertas cuando Barón ordenó que la cerrasen para que el gordo Solís no se vaya a escapar. El Chato pensó que Solis se iba a bajar con eso de que para que no te me escapes cierren las puertas muchachos, ahora te saco la mierda, pero Solis le supo parar el macho al chato, supo sacar provecho de su peso, por eso pudo aguantar, además se defendió bien y le regaló sus buenos golpes al chato. Incluso lo pudo hasta soñar con un tremendo puñetazo que el Barón esquivó. Hubieses visto, el puño del gordo sonó duro en la pizarra y él como si nada. Es que el Barón lo agarró por la espalda y lo quiso levantar, pero como vio que no podía, no le quedó otra que soltarlo, entonces el gordo, dándose media vuelta, sacó el brazo con el puño cerrado y plumm. Todos comentamos que con uno solo de esos golpes que hubiese recibido el Barón ya no regresaba para más; pero lo malo de Solis es que es lento, la gordura tendrá sus ventajas pero tiene su punto débil, te hace lento para la pelea. Al final, los dos se dieron. Creo que por eso terminaron dándose la mano como amigos, dieron risa, hubieses visto, después de haberse revolcado a golpes, casi llorando, se pusieron a discutir abrazados, que por qué peleaban si son patas, si son como hermanos, estudiando juntos ¡desde inicial!…
Después se dieron cuenta de que estaban apestando a saliva y estuvieron preguntando quienes habían sido los maricones que los habían escupido para reventarlos.

Cuando llegaron a la esquina de la avenida Arica y Luis Gonzales bajaron. No se imaginaban que con la conversación que habían tenido en la combi, habían contribuido a afianzar la mala reputación que tenía su colegio, dando una razón más para que se sigan levantando malos comentarios. “Cómo es posible que en un colegio, dos jóvenes se peleen en su propia aula y a puertas cerradas” pensó la señora que los había venido escuchando y que también bajó en la esquina del mercado modelo. Pero Jonathan y Renato, siguieron su rumbo, despreocupados. Para ellos, eso era de lo más normal. (Las peleas eran una de las habituales maneras que tenían los caballos para solucionar sus discrepancias). Sin distraerse, caminaron por la cachina. Vieron rostros somnolientos y se cruzaron con algunas miradas de resaca pero a ellos nada de lo que ahí se ofrecía, les llamaba tanto la atención, como las zapatillas rebock negras que todos en el colegio querían tener y que muy pocos se daban el lujo de combinarlas con el uniforme. Quienes llegaban así a clases eran siempre vistos con envidia.

Minutos antes de las 9 llegaron a la calle “Porta” y frente a una pequeña casa de material noble, fachada verde, puerta de madera y ventana de fierro oxidado, Renato se detuvo y le indicó a Jonathan que allí era donde tenía que dar su examen suplicatorio. Jhonathan sintió nervios porque era la primera vez que hacía una visita de ese tipo, pero la serenidad que Renato transmitía, le hacía pensar que dentro de esa casa, las visitas eran muy bien atendidas y las reglas que en el colegio prevalecían, ahí se disolvían.
Sin acordar antes, que es lo que iban a decir, Renato tocó la puerta con atrevimiento y casi al instante, se apareció frente a ellos la imagen del profesor de física que parecía encarnar la caricatura de un chimpancé. Era flaco, de estatura mediana, piel cobriza y de cabellos drásticamente ondulados, llevaba puesto un chor deportivo de tres colores y encima, un polo amarillo fosforescente. Sin embargo no actuó como un primate. Con la misma mirada seria e inteligente de siempre, trató de recordar aquellos rostros pueriles que lo observaban sin disimular el asombro de verlo vestido en esas fachas. Y al reconocerlos, rompió el silencio dándoles una pequeña lección de buenos modales: “buenos días jóvenes, ¿que se les ofrece?”.

“Buenos días profe”- respondieron en coro. Y antes de que Jonathan tomara aire para aguantar la vergüenza de dirigirse por primera vez a su profesor y para hacerle tan descarado pedido, Renato, con su acostumbrado desparpajo, ya le estaba dando la mano y con una voz que no denotaba ni una pisca de favor, ya le estaba diciendo, señalándolo: “Profesor, aquí mi compañero también quiere que le tome examen de recuperación”.
El profesor miró a los ojos a Jonathan, y le pareció reconocer en él, al joven que calladito - sentado en medio de la primera fila - presta siempre atención a su clase y al que todos miran cuando hablan de “largo”.

“My bien, pasen”. La puerta se abrió de par en par, y ante sus ojos, el rostro serio de un joven al que desconocían, sentado en la pequeña mesa del comedor, les dio la bienvenida. Renato, malcriado como de costumbre, se dirigió a la modesta salita del profesor, y sin esperar a que este lo invite, se sentó en un mueble individual quietecito, como si fuera el más ferviente espectador de una obra teatral, que espera a que se abra el telón. Renato, por su parte, esperó a que el profesor le indicara donde sentarse, y cuando vio que este, con su mano negra, jalaba una silla que precisamente estaba ubicada frente al muchacho que desarrollaba ejercicios en su cuaderno y que se la ofrecía con una voz que le pareció irónica, sintió que algo estaba mal, que eso no era lo que él esperaba. “Espérame, ahorita vuelvo” le dijo el profesor.

Jonathan sintió que las manos le empezaron a sudar, observando cómo aquel muchacho resolvía con tanta facilidad, unos ejercicios de física que él, muy bien sabía, demoraría una vida entera en hacerlos y que sin embargo para eso había llegado a aquel lugar. Sentado en una silla, de ese rústico comedor, se sintió extraño y tenso a la vez. “Aquí tienes” lo asustó el profesor, pero no tanto por su súbita aparición sino porque al mismo tiempo que le ponía el examen vacío en el rostro, se sentaba al lado del inteligente mozuelo, preguntándole con amabilidad ¿y cómo vas?

Ahora tenía al frente suyo a los dos, maestro y discípulo, haciendo alarde de habilidad matemática, mientras que a él, un vacío inminente lo absorbía y abochornaba. Se sintió inferior, ridículo, avergonzado y se preguntó que hacía en ese lugar extraño. Odió a su compañero Renato. Pensó que todo lo que le había contado eran puras mentiras para vengarse de algo que él le había hecho. Nada de lo que le aseguró que iba a pasar le estaba pasando: el profesor le entregaría el mismo examen que tomó la víspera, lo dejaría sólo, él sacaría la copia – que debía tener preparada - y resolvería con total tranquilidad. Transcribiría como si intentara dibujar algo y luego de 15 minutos, el profesor regresaría a buscarlo para preguntarle si ya terminó, ponerle un 18 de nota y cobrar sus veinte soles. Pero ahora lo tenía ahí al frente, mirándolo como si una especie de parálisis intelectual lo hubiese atacado después de llenar sólo su nombre.

No supo qué hacer. Ni siquiera se atrevió a levantar la mirada, se imaginaba los ojos del profesor recriminándolo. Maldijo no haber hecho su copia más pequeña como para intentar sacarla y ponerla entre sus piernas, como solía hacerlo siempre en los exámenes. Nadie en el salón sabía lo meticuloso que era para elaborar esas copias con letra en miniatura y lo experto que era para usarla, y nunca ningún profesor lo había descubierto, tal vez confiados de que tras ese rostro de niño inocente, jamás se podría ocultar un tramposo, capaz de engañar con fechorías. Y verdaderamente eso es lo que era, pero como pocas veces, ahora se sentía desguarnecido frente a un examen, y como siempre sólo frente a los de ese tipo.

Pensó que merecía ese castigo, que tal vez Diosito siempre le permitía que todo le salga bien cada vez que trampeaba, porque después, aprovecharía un momento preciso y trascendental como este, para poder castigarlo, enviándole la peor de las malas suertes. Se odio a sí mismo y tuvo miedo de que todas esas premoniciones sean ciertas, porque el día anterior, a la hora del recreo - cuando Barón y Solís peleaban - la providencia lo había enviado al baño justo en un momento en que se preparaba una celada, en la que a él injustamente iban a terminar involucrándolo. En su mente, empezó a vagar el recuerdo de esa tunda: Mientras que él, pudoroso como siempre, orinaba a puertas cerradas en un inodoro, muchachos de mal vivir, microcomercializaban droga en las interiores de ese apestoso baño. Ofrecían marihuana a precio módico y algunos clientes que compraban y no se resistían a fumarla ahí mismo, armaban su paco y empezaban a mezclar el olor a mierda y úrea con humo de hierba. Y así encontraron a varios. Jonathan escuchó como de repente las puertas de entrada al baño se cerraron de golpe y cómo algunos estudiantes gritando ¡yo no!, ¡yo no!” intentaban salir y no se lo permitían. Pero los profesores de Obe, Sánchez y Bobadilla, ya tenían identificados a los malhechores, quienes desgraciadamente habían ido a escabullirse al lado suyo. Los correazos que recibió empezaron a arderle de nuevo ahí mismo, sentado frente al profesor y su aplicado alumno, y sintió como el bochorno de ese momento, mezclado con el recuerdo del castigo que pensó se lo tenía bien merecido, le empezó a producir chocaque.

Giró hacia atrás la cabeza tímidamente, sin levantarla mucho, como si le hubiese dado una imprevista tortícolis, y vio a Renato con el rostro consternado, como tratando de gesticular un “no sé, yo tampoco entiendo”. Se sintió aún más abandonado. Vio las cinco preguntas vacías del examen y trató de recordar cómo era el desarrollo de cada una de ellas, y pensando en sus veinte soles y cómo el profesor los había entendido mal - que ese no era el tipo de examen que él quería dar - empezó a dibujar con paciencia, pequeños trazos de un gráfico que más o menos recordaba iba en el desarrollo de la última pregunta.

Y así estuvo sufriendo unos cinco minutos, hasta que en su mente, divagó una arriesgada solución: ¿Profesor, porque no me deja sólo, para desarrollar mi examen, así como lo hizo con Renato?. ¡No!. Si le digo así se va enojar, está con su alumno el negro este y tal vez no quiera que él sepa que cobra, podría ofenderlo con esta pregunta. Pero y si se lo pido de otro modo: profesor yo quería dar mi examen ayudándome de mi cuaderno, ¿puedo?. Ta madre, pero ni siquiera he traído mi cuaderno, que vwebada, al menos así hubiese disimulado poniendo la copia encima. Y ya también mucha pendejada sería decirle que ayudándome de mi copia. Conchadesumadre. ¿Qué hago, cómo le digo?
Jonathan se sintió desamparado, pensó que no tenía otra salida más que decir la verdad, pero ni siquiera sabía cómo hacerlo. Levantó la cabeza, vio la mirada del profesor despreciando su examen vacío, se atemorizó al verlo ponerse de pie, bajó la mirada, esperó una recriminación, quiso decirle algo, iba a hablarle, pero el profesor se le anticipó con su voz alterada:

- ¿oye, que no has podido estudiar?, ¡es el mismo examen!.

Jonathan experimentó una sensación de miedo y alegría a la vez luego que le escuchara decir a su profesor: “ven, vamos para adentro”, pero dirigiéndose a su alumno el chancón, poniéndole una mano solícita en el hombro. Vio que los dos se perdieron al voltear una pared dejándolo solo y entonces, rápidamente, sacó el papel donde tenía copiada las respuestas y empezó a llenar su examen. Escuchó los silbidos de Renato llamándolo pero no le hiso caso porque sabía que lo hacía para burlarse. Terminó en menos de cinco minutos y esperó a que venga el profesor. Cuando este llegó, le entregó el examen resuelto. Lo observó cómo, con una mirada más pacífica, le marcaba con visto bueno cada una de las preguntas resueltas de su examen y sintió su alma volver, cuando vio que su calificación de 03 en el registro era cambiada por un flamante 18. Le pagó los veinte soles y se despidieron de él con un apretón de manos. “Tan fácil que es la física muchachos”, renegó el profesor. “vayan con cuidado” les dijo despidiéndolos.

Salieron caminando en silencio, pensativos. Y no fue hasta llegar a la cachina cuando Renato empezó a burlarse de Jonathan. Él tampoco pudo resistir reírse, ahora veía las cosas con más tranquilidad y le causó gracia el momento tenso que vivió. Cuando salieron del mercado modelo, Renato le dijo:

- Vamo al vicio, yo invito.