viernes, 31 de julio de 2009

El sueño

Una muchacha observa los trenes. Vienen y van, aparecen y desaparecen, entre la niebla dividida de cada extremo. Abre un paquete de chocolates, olfatea su contenido: son de los que tienen relleno de maní. Se sienta. La espera no la pone nerviosa, es más, parece gustarle. Hace tiempo que no se daba el lujo, el placer de mirar al vacío. Concentrada en la pared gris del otro lado, que está pasando los rieles, juega a derretir el chocolate con su lengua.
El sonido típico de un ferrocarril no cambia las cosas. Cargado de azúcar, el gusano metálico pasa raudo ante sus ojos, sin que ella se inmute ni deje de estar concentrada. Su atención sigue puesta en el vacío. Sin embargo, un perro se acerca a olfatear. Tiene curiosidad por saber qué tipo de chocolates tienen la chica entre sus dedos. ¿Serán de esos que tienen relleno de fruta? No lo sabe, pero se muere por probarlos, así tengan veneno en su interior.
Ella sigue perdida. Sus movimientos se reducen a acariciar la comida y a parpadear de vez en cuando, cada vez que lo recuerda: está viva, quiera que no. El perro acerca su nariz a los pies de la muchacha. Olfatea, “sus zapatos huelen a carbón”, piensa, “seguramente debe trabajar en la mina, como las hijas del tabernero”. Entonces recuerda al viejo gordo, golpeando el aire con su escoba, gruñendo tras el escape canino, casi siempre inevitable. El perro sonríe.
Olfatea un rato más. “Los chocolates ya se habrán acabado”, piensa, sin dejar de rozar el hocico sobre la piel de la chica. La humedad debería llamar su atención, pero no es así. O no parece, al menos. En realidad, es ella quien hace durar los chocolates: hace buen rato que notó la presencia del perro. Es más, si se dedicó a concentrarse en la nada y a saborear con cuidado, partícula por partícula, la oscuridad de la dulzura, fue precisamente por llamar la atención del can.
El tren anuncia su llegada. Al instante, irrumpe en el panorama de nuestra joven gourmet. Lentamente se detiene y los pasajeros empiezan a bajar. Él, un muchacho, camina sobre la acera y busca a su alrededor. La encuentra, sonríe, se acerca corriendo. Ella lo mira, con cansancio, y se pone de pie. Deja los chocolates, saca el arma, apunta y dispara. El perro empieza a ladrar, entre los gritos histéricos de la gente al oír el balazo. Llega un policía y torpemente la captura. No se resiste.
“Fue tal como lo soñé: el perro, los chocolates…descansa en paz mi querido niño, hijo de puta, ahora sí: descansa en paz”.
Y pensando en esto, le da una última mirada al cuerpo, se deja llevar por el policía y se ríe con verdadero estruendo, asustando, incluso, al confundido animal. Hay lágrimas en sus ojos pero a la vez felicidad: no más minas de carbón, no más encuentros obligados. Nunca más los sueños húmedos de un mortal asqueroso.
“No, Dios santo, no… nunca más”.

1 comentario:

Oswaldo Cabrera Vásquez dijo...

Son importantes los finales y este cuento lo tiene. Que puedo decir de Lucho, al comienzo pensaba que su influencia estaba en Bryce, Bolaño o alguien más; pero tal vez de verdad sea el chico anime, la fantasía es su principal característica.