Hay días en que escribir se convierte en la más grande mierda jamás contada. Son días de lluvia, por lo general, bajo el gris lamento de una tarde aburrida. Días en los que empieza a llover sin empezar a hacerlo, porque una garúa es suficiente para exagerarlo todo y decir que, “¡Oh, sorpresa! Se me ha venido a la cabeza la idea para un cuento extraordinario”, mientras uno se quita la toalla, suspira, choca con la realidad hiriente de la pasta dental y, frente a la sagrada presencia de enjuagues y jabones, se masturba hasta encontrar los senos ocultos sobre la mojada anatomía del shampoo anticaspa. Ahí va tu idea, blancuzca, ahogándose en los remolinos de la ducha.
Aquellos días son tiernos. ¿Sabes? Hay un límite muy difuso entre la ternura y la pesadez. Es aquel límite el que nos hace odiar a la amistad que se acerca, toda ella, dulzura y esperanza nuestra, cuando precisamente nos ha pasado algo malo y lo que más necesitamos es tener a alguien cerca: alguien a quien poder mandar a la uretra y dejar con ello claro, a todo el mundo, que es difícil ser nosotros, que nadie nos entiende, que deberíamos estar muertos y que no importa lo que digan alquimistas o sangres de campeones, el mundo tal cual lo conocemos hoy no es más que una burda y reverenda huevada con su chorizo frito de adorno. Qué tierno, ¿verdad?
Es así como le dañamos el cerebro a alguien, ¡y sin cobrar nada a cambio! Uno mismo no cree ni la mitad de lo que ha dicho, pero ya ve, lo ha soltado, se ha liberado de esos demonios que bailaban en su cabeza y que carcomían sus neuronas, ya de por sí afligidas, hipocondriacas y con diversos traumas de la infancia.
La ternura es esa arma tan feroz, tan nuestra, que siempre utiliza el enemigo. Es garantía del hastío, caridad sexual con el chico tímido, salvación de vidas tristes, semilla de una ilusión y, bien utilizada, la mejor y más grande cura para la puñetera verdad de un mundo plagado de rencores. Mal usada, es una metáfora barata, en un texto barato, de un escritor de días grises.
Y ya que volvemos a mencionarlo, ¿cuándo sabemos que un día es realmente el adecuado para escribir? Muy simple: siguiendo la rutina de una hora inexistente, te hallarás sentado, sin querer, frente a la pantalla del monitor, o frente a tu cuaderno de notas, según sea el caso. De pronto, dejarás de sentir tus dedos como parte voluntaria del organismo. Tus ojos se abrirán por completo, dejando atravesar la luz de una sonrisa irónica. La mente se volverá tu dueña, describiendo a tu nariz los olores de la más remota fe. Tus oídos dejarán de escuchar, tus pies, de caminar, y tus lágrimas, con su voz gélida y caliente, prenderán sus puros bajo la brisa del miedo, dictándote de paso, una por una, las palabras que deberás grabar con tinta de hierro sobre la realidad improbable de tu mundo.
Cuando todo esto pase y, finalmente, decidas ignorar por completo a las jodidas lágrimas…aquel día, créeme, sólo aquel día, será genial para escribir.
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Hace 4 años


1 comentario:
Este soliloquio me hizo recordar mis primeros textos, aquellos que los escribía de acuerdo a varias ideas, semana a semana y que los terminaba cuando decidía de una vez por todas sentarme frente a mi computadora a hacer un llamado al "Dios de la inspiración" para que de una vez por todas pueda terminarlo y así lo hacía.
Encuentro en todos tus textos una misma cualidad. Cómo te dije, para que publiques un libro, tendrías que escribir más cuentos parecidos a estos, que no dejan de ser maravillosos, pero que a mi prosaico parecer, deberías darle un descanso a tu yo personal y crear con mayor pluralidad.
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