Esa tarde había salido de mi casa con la firme decisión de besar a Lupe. Tomé todas las cosas que el día anterior no pude llevar conmigo: el control remoto malogrado, la nariz de claun, el diccionario de palabras estúpidas (tercera edición, “súper ventas” del mes pasado), los zapatos de pera, un abrelatas y la figura de acción con el rostro de Eric Bana, que Fátima siempre trataba de quitarme. Tomé también una “galleta gigante” del manual de repostería de mi hermana. Me fui andando mientras la masticaba.
Hacía un poco de frío esa tarde. Como siempre he odiado usar chalina, cubrí mi boca y mi cuello con una chompa de lana, atándola por las mangas a la altura de mi nuca. Debía parecer una especie de pandillero lorna. Sin embargo, quería mantener mi garganta a salvo de cualquier tipo de infección: un mar de flema no es precisamente el mejor acompañante para un beso. No me importaba si la gente se quedaba mirándome, como suele pasar los días en que me visto de rana (con polera verde, pantalón amarillo, zapatillas de menta…) o cuando olvido peinarme tres veces, frente al espejo, para evitar que mi cabello cobre vida y empiece a saludar a los transeúntes. No, esa tarde no.
Más bien, me sentía con mucho ánimo de ignorar a todos. En serio. Ignorar sus miradas, para empezar; sus voces, sus olores, sus oídos fingiendo sordera, sus narices respingonas (qué gracioso, res-pingonas), su calor humano, su sed, su hambre, su espíritu de masa anónima, heterogénea, dispersa. Ignorar los saberes previos, los prejuicios, los crímenes anhelados, el sabor de un almuerzo frío, el volumen alto de un televisor, las letras magistrales de una novela corta, la porquería de guión de un cómic (que me gustó más que la novela), la cama, el ronquido, el sueño precioso, con el rostro de Lupe, acercándose…el despertar húmedo. Ignorar el baño, el secado, el “péinate, carajo”, en fin… ignorarlo todo y amar, amar la inutilidad del mundo, su simpleza o simplonería, todo él, vacío, inerte, cachaciento: como el amor.
Y el amor es un bicho raro. Me hizo caminar con rapidez de la vereda de mi casa a la vereda del parque, o Plaza Cívica, como suele decir nuestro canino alcalde (un cruce entre afgano y fox terrier). Esquivando autos, chibolos suicidas, gatos gigantes sin correa, pasé de una a otra las cinco cuadras enormes de la ribera gris, al compás de la avenida triste, o Sáenz Peña. Girasoles de plástico sobre el vendedor de caña (sí, el mismo que en verano vende raspadilla), bodegas rojas, notarías azules, cantinas verdes con franjas de limón y una capilla preciosa, con su virgen de las manzanas y sus flores de papel carbón. Todo tan esperanzador y firme como el simple deseo de llegar al parque “vivo”, sin las cuchilladas dulces de los graciosos ladrones (tan lindos ellos).
Y obviamente, la realidad incuestionable de que debía a besar a Lupe, pasase lo que pasase. Llegué a la Plaza, alguna vez hermosa, y resultó que estaba llena de parejas de estudiantes. Eran cerca de las siete, después de todo, y los del turno de la tarde estaban saliendo. Ellos las abrigaban, falsamente atentos, prestándoles sus chompas verdes, guindas o celestes, y abrazándolas por la espalda, observando el arco iris.
Porque esa tarde, como nunca, un enorme listón multicolor adornaba el cielo pálido, congelado, puramente citadino. Y los niños que pasaban señalaban desde sus motos, y las parejas se miraban, tiernamente; y las chicas soñaban mirando el arco iris y los chicos apretaban más fuerte, bajo el pecho, sin dejar de ser animales. Y más allá, las nubes naranjas y violáceas, que anunciaban la partida de la tarde, hacían pensar a mi Lupe que aquel clima era el perfecto para un asesinato. Cuando llegué a su lado, frente al sucio escenario donde jamás se hizo drama, yo solamente pensaba en una cosa.
- ¿Besarme? –preguntó.
- Sí –le dije con nerviosismo-. Esta vez sí estoy listo.
Lo pensó un segundo, sonrió, con algo de sarcasmo, y las nubes naranjas se reflejaron en sus pupilas negras, preciosas. Y abrió la boca, suavemente, como acariciando el aire con sus labios; y me dijo:
- Lástima, mi padre me mató ayer.
Y el aire mismo, excitado, se llevó su figura imaginaria hacia el cielo, haciéndola rebotar contra una nube, estrellándola sin piedad contra el arco iris, rompiéndolo como un vitral de iglesia y dejando caer los trozos de vidrio sobre los amantes furtivos, quienes dejaron de pronto sus sueños de romance y gritaron aturdidos bajo mi lluvia sangrienta. Confundidos y torpes: una sopa arco iris.
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Rеаd thrоugh Frее Bооkѕ O...
Hace 4 años


1 comentario:
Me recordó varios cuentos en donde la persona de quien se hablaba era un muerto. Triste desenlace y estupendo final, me encantó.
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