miércoles, 27 de enero de 2010

Perdidos III - I

Ocho de la noche. Dos horas más para que termine su turno. Zeta no soporta el tedio del blanco y el azul cielo claro, los pasos en el corredor, el metal quirúrgico, el olor a nada…

Debe escapar. Sí, escapar, ¿pero a dónde? Debe salir, ¿para qué? Para andar sin rumbo esperando encontrar algún infeliz a quien pueda ofrecerle sus servicios. No, gracias. Lo mejor es esperar, como siempre- piensa ella. Que sean las diez, que su vida cambie, que llegue otra taza de café. Otra taza de café. Todavía lo recuerda. Después de tanto tiempo en esto y solo recuerda a uno, uno solo. Por fin recuerda a uno. El único que la pudo ver después de madrugada y vivió para contarlo.

Es mejor irse pronto. Sale lo más rápido posible. No se cambia el uniforme blanco ni los tacones del mismo color. Con excepción del bolso negro, todo en ella es albo, puro, inmaculado al menos por instante, después de mucho tiempo. Siente que alguien voltea la mirada para verla pasar. Eso la hace reflexionar, no hay tanta diferencia entre un uniforme y otro.
Sube al bus. Se sienta cerca de la ventana como es su costumbre. Le gusta el reflejo de su rostro en el vidrio, el brillo de las luces de la ciudad a esa hora, recostarse sobre el asiento con la mirada vacía.

No tiene más que hacer. Su rutina es inalterable. Llegar a donde debe llegar, ella sabe lo que le espera. Luego de comer algo y ducharse para eliminar el olor a formilaldehído 1,5 % busca el uniforme de todas las noches, tal vez alternar con una peluca… el uniforme. No hay mucha diferencia entre uno y otro. Con excepción del sombrerito ridículo, la parte superior y un poco más de insinuación, no hay mayores cambios. Piensa en el porqué de la similitud. Tal vez en los inicios de la civilización, durante alguna guerra, un grupo de mujeres caídas en desgracia buscaron refugio en una trinchera. Los soldados, enfermos en su mayoría, las obligaron a atenderlos. Obviamente esa atención no solo incluía curar heridas. Con todo ese trabajo las ropas de las mujeres perdieron su color hasta aproximarse a una tonalidad crema más que al blanco actual. Las primeras putas fueron las primeras enfermeras. El diseño sufrió alteraciones que terminaron separando más a los grupos. Mientras unas se acercaban a la gasa y los vendajes, las otras se acompañaban con seda o cualquier imitación barata.

El bus frena repentinamente. Aún no ha llegado a su destino, pero eso le ayuda a volver en sí. Toma conciencia de lo que ha estado pensando y se siente idiota. Unas cuadras más, antes un semáforo y baja en la tienda de la esquina.

Media hora para alistarse. La minifalda negra, la blusa roja, un lunar artificial cerca del natural, labios, quizá intentar con la peluca, una peluca rubia. Frente al espejo encuentra un parecido con alguna sex simbol gringa… y a su lado Marlon Brando. Sonríe. Eso le basta para saber que se ha hecho bien los labios y que los lunares no se delatarán el uno al otro.

No recuerda haberlos visto juntos, a la gringa y a Marlon Brando. Eso hubiera sido demasiada coincidencia.
Un poco de orden antes de salir. Los pantalones por aquí, las blusas por allá, cuántos vestidos, como si me hicieran falta tantos. La banderita de Estados Unidos en una camiseta le recuerda el nombre de una ciudad, Columbus, y una esperanza. No importa.

Por fin está lista. Puede que lo busque. Otra vez, en la misma calle, el mismo bar, en la misma mesa. En el siguiente ejercicio hallar X. No piensa hallarlo, no necesita sentir, no necesita sufrir. No en esta noche, no en esta vida. Aunque tal vez lo encuentre. No, eso sería demasiada coincidencia.



Cuarta fila de la derecha, tercera carpeta de atrás hacia delante. Nombre y apellidos y nada más. Ocho horas semanales, cuadernos, libros y hojas sueltas.
Recuerda que cuando el estaba en el colegio en su aula habían cuarenta y cinco alumnos. Él era el cuarenta y seis. Nunca encajó en el grupo. Ahora es profesor, desde hace cuatro años. Dos más dos son cuatro, cuatro más dos son… No, él no es de esos. Es mejor engañar con palabras y no con números – piensa Equis.

No sé si sirve pensar en lo que estará haciendo o si creer en eso que leo, pero siempre es correr sin detenerme, correr como cuando sabía menos, cuando reía más, cuando dormía en paz.

Todo era mucho más sencillo antes cuando estaba con ella. Comprendo que quieras irte, le dije. No se puede estar toda la vida con la misma persona. Ojalá siempre fuera la misma persona, me contestó. Sí, ojalá siempre fuera la misma persona.

Primera fila, tres pares de zapatos sucios. Suena el timbre. Es todo por hoy. Media hora más antes de marcharse. Revisar notas, mirar la pizarra manchada y contemplar esas carpetas vacías. Le gustaría verlas así todos los días, vacías, como un recuerdo, un tiempo que no volverá.

Unas cuantas cuadras y está en casa. Afuera queda el polvo, el olor a verde de salón de clase. Porque hoy nada malo hice, todo fue mentira, no hubo sinceridad. No fueron buenos días, no estuvo mal joder al lorna de la clase, ni responderle el golpe al que te cagó el partido, no fue cierto el lapicero azul en el registro, ni las letras en la pizarra. Neruda no fue poeta, Picasso no pintó el Guernica, yo no soy profesor no tienen porqué creerme, no…

Hoy volverá al bar. Como todos los días se sentará en la misma mesa, pedirá vino, o tal vez cerveza. Tal vez use el nuevo par de zapatos que compró hace unos días. Total, que más le podía pasar. Ni siquiera se ilusiona en encontrarla. Sería deprimente verla otra vez, no por ella sino por el recuerdo y una vez más, cinco veces al día. Esperar la noche frente a un monitor es aburrido. Pedazos de nada frente a sus ojos.

Está decidido: hoy saldrá más temprano.

Al cerrar la puerta no ve más que gris en toda la calle. El gris se tornará oscuro en unas horas y todo volverá a la normalidad. Antes de cualquier cosa debe pasar a comprar una revista y luego abandonarla en alguna banca del parque. Es su rutina desde hace seis meses. Al comienzo volvía al día siguiente para ver si la encontraba, pero no, eso hubiera sido demasiada coincidencia.

Cerca del quiosco una fotografía le recuerda a Zeta. Debe ser por los labios. Eran pequeños, pero vaya si sabía usarlos. Su recuerdo tiene aroma a café o a té o a chocolate en barra por la mañana. Tal vez la encuentre hoy en el bar, en la misma mesa, con el mismo vestido, con los mismos labios y las mismas ganas de todo. Tal vez pueda verla hoy. No eso sería demasiada coincidencia.

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